Llegábamos todas las noches y encontrábamos los gatos comiéndose la comida y tumbando los platos de la repisa.
Al principio eran dos o tres, pero con el paso de tiempo la suma iba alcanzando la decena de individuos, y fue entonces cuando
mi papá decidió que no podíamos vivir con esa cantidad de intruso llenándonos la casa de excremento, pelo y caos sin que termináramos
todos por enfermarnos o volvernos locos.
Las trampas no funcionaron, como tampoco lo hicieron las drásticas medidas que tomó mi mamá para mantener a
buen resguardo las provisiones de alimento que con frecuencia eran atacadas por los animales. Sin embargo existía el argumento
de que los gatos ayudaban a mantener la casa limpia de roedores, cucarachas y demás plagas, pero los beneficios no bastaban
para aguantarse la sarta de molestias que precedían a las visitas de nuestra propia manada de felinos salvajes.
Esa última noche llegamos de Caracas, cansados, con mi papá llevando a Mafe dormida entre los brazos, la cabeza
sobre el hombro de él, la boca abierta y el círculo de baba en la camisa. Abrimos la puerta y estaban allí todos, eran trece.
Recuerdo cuáles fueron las groserías que despertaron a mi hermana, pero no hace falta repetirlas, lo cierto es que mis papás
nos acostaron a dormir temprano a las dos y poco tiempo después escuché los susurros. Eran breves y secos, tan secos que aunque
lo estoy intentando no logro encontrar una metáfora posible para tal sensación, pero creo que podría compararlos con el sonido
de las cuerdas de saltar cuando dan contra el piso.
Fueron mucho más que trece, ¿veinte, tal vez?. Certeros y destructivos entraron casi todos por la cabeza de
alguno de los trece gatos. El rifle que poco tiempo después yo misma usaría para jugar a tumbar latas en un finca de Cúpira
había matado a trece animales en una misma noche y sólo hoy, catorce años después, me doy cuenta de eso.
Los cadáveres nunca los vi. Estoy segura de que mi papá recogió los pocos que habrán muerto dentro de los linderos
de la casa, porque nunca tuvimos señales olfativas que nos revelaran la presencia de los restos de ninguno. Pero los pueblitos
de sudamérica se traen ocultos una serie de conjuros que jamás podremos conocer del todo, y aquello lo supimos poco tiempo
después, cuando regresó el primero de los gatos. Uno por uno, cada dos o tres noches, se iban sumando de nuevo a la imperturbable
manada de mininos salvajes que entraban y salían de la casa por las noches -con el único propósito de volver mierda la estancia-
hasta que, pasado poco más de un mes, los trece habían conseguido el camino de regreso y se reunieron como antiguos compañeros
de batalla.
Al principio teníamos miedo de caminar por las noches y atravesar sin querer alguna de aquellas incorpóreas
figuras felinas. Luego Mafe y yo tratamos de jugar con ellos y entendimos que no sentían simpatía hacia nosotras. Con el tiempo
han dejado ya de perturbar la paz y sólo se dedican a pasarse la noche echados en los muebles de la sala, cuyas marcas de
arañazos ya son casi tan evidentes como el olor a rancio y a toxoplasmosis que caracterizan la especie.
También nos hemos ido quedando un poco solos. Por mucho que nos hemos mudado de casa los gatos siempre terminan
por encontrarnos y todo el cuento vuelve a comenzar. Así que ya estamos resignados a la maldición de recibir las visitas únicamente
de día, a fin de cuentas es comprensible que a nadie le guste el frío que se siente correr por el espinazo cuando, sin apenas
notarlo, llegan las nueve de la noche y el fantasma de un gato se te sienta en las piernas pidiendo que le rasques las orejas.