Recuerdo
cuando a esta tierra
llegaron pioneros.
Bravíos, lúgubre su gesto
seguidos por impasibles teutonas.
Ellas labraban
delicadas tramas:
macramé y estaño.
Aliñaban extrañas ensaladas
de frutos indianos
y someros pasteles alcanforados.
Ellos ordeñaban bóvidos variados.
Araban hasta que el sol carmesí
abandonaba el gran oriente.
Los niños lentamente silabeaban
balbuceantes palabras
de su lengua reciente.
Jugaban desnudos,
sin tocarse,
complicados juegos cisalpinos.
Y al caer la noche
bajo el implacable resplandor
de un satélite amarillento
rezaban (en torno a la mesa
atestada de legumbres, licores florales
y mariposas negras)
un perimido breviario anabaptista.
Luego la tarea más dura era del sueño
(también del mío).
Aunque el de ellos, justo es decirlo,
era mucho mas pecaminoso.