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Un café desde las olas del mar

 

 

        

Ese día, o esa noche, fui feliz. Si me preguntan, ahora, acerca de qué imágenes tengo de esa noche, inmediatamente mi memoria, no tanto tiempo atrás, me lleva primeramente hacia una esquina: en una callejuela oscura y algo solitaria.

Yo estoy ahí, en efecto, parado y contando moneda tras moneda y hurgando, prácticamente desesperado, en cada uno de mis bolsillos:

No encontraba, pues, una moneda de un Euro.

Yo ciertamente tenía bastante dinero en céntimos sueltos  por acá y por allá en cada uno de mis bolsillos, pero, pensé: Si no tengo un Euro justo, mejor no gastar: ahora que las cosas están para mí tan difíciles. Era en verdad una especie de excusa. Ya que yo no quería gastar, en realidad, porque prefería ahorrarme en el fondo de mi alma a ese café. O al menos eso decía mi conciencia, esa gran autoengañadora. Porque tal vez…tal vez. Bueno: tal vez quería dar una oportunidad a mis seres queridos. Quería que algún ser querido-les digo- me otorgara la moneda… desinteresadamente. ¿Pero un ser querido? me dirán ustedes. Pienso-pienso- que si alguien en este mundo de compra-venta y de, digamos, cariños hipócritamente socializados te otorga algo desinteresadamente… Pues bueno, entonces- pienso yo- estás ante un ser querido. Y desde luego para mi café y mis Euros y mis céntimos, no tenía yo- y me imagino que lo mismo sucede, con todo el mundo- a ningún ser querido en esos momentos de lloviznas y de brumas de la pequeña ciudad.

O, al menos, eso pensé en un primer momento. Mientras el mar, muy cerca de mí, rugía, rugía, y rugía, como más violento que nunca. Y mientras también, yo casi inconcientemente ya en esa noche indagaba un poco más en mi concepto de los seres queridos.

Porque la verdad es que el concepto “seres queridos” puede tener un sentido un poco extravagante para mí, pensarán algunos, o tal vez más amplio, pensarán otros. Yo pienso que mi concepto “seres queridos”-y además eso quiero pensar- es amplio:

 En verdad por ejemplo, quiero decir, el mar ha sido en ciertos momentos, y fue en ciertos momentos, y es en ciertos momentos, y así lo fue, desde luego, en el momento que ahora voy a contar, uno de esos seres queridos que mi amplitud emocional, digamos, ha querido otorgarme.

Pero: ¿qué es un ser querido?, me pregunto yo. Por ejemplo- les digo-: alguien que te otorga cosas sin pedir nada a cambio. Sin intereses, sin maquiavelismos, sin conveniencias. Entonces, pues, y cuando recibes esas cosas digamos que puras y sin intereses, pienso yo- y esa noche pude comprobarlo- que allí sabes que esas gracias de los bienes sin maquiavelismos de por medio son, justamente, los verdaderos bienes: porque esos bienes-es decir: los bienes verdaderos que yo digo-son los que más fiel y más fácilmente pueden hacerte identificar…. al ser desinteresado, al ser querido. Al ser desinteresado, al ser querido en fin; y que te ha dado precisamente y de una u otra manera a todos esos bienes y que tú a la vez deseabas…tan desinteresadamente. Y así con esos bienes desinteresados de un ser igualmente desinteresado, tú puedes saciarte de tus necesidades-de tus necesidades desinteresadas- y hacerte incluso…. feliz. Y no, meramente, dejarte en paz, o aliviado, o puede que satisfecho y envanecido. Como así en cambio-esa mera paz y alivio y demás- sucede con los bienes que obtienes por interés y, claro está, gracias a ciertos seres interesados. Pero en cambio con esos bienes puros-con esos bienes verdaderos y que provienen de seres verdaderamente queridos y queribles y sin intereses, como en mi caso sucedió con el mar-puede uno saciar verdaderamente a todas sus necesidades.

Pero, me dirán: ¿Saciar verdaderamente a todas las necesidades? ¿No es, únicamente, saciar las necesidades a secas, y sin verdad o mentira? Pues bien: puedes saciar, con los seres interesados y gracias a sus bienes interesados, a tus necesidades como digo; pero, en cambio, con los seres desinteresados como el mar y sus bienes desinteresados-como en el caso de la moneda- no se trata solamente de saciar las necesidades, sino, claro está, de saciarlas verdaderamente y sin intereses. Es decir: que los bienes obtenidos desinteresadamente y mediante seres desinteresados, no solamente te causan paz o alivio o disfrute, como digo, sino… también… felicidad… O la menor infelicidad posible. ¿Por qué? Pienso que, tratándose de un ser desinteresado, puedes sentir no solamente digamos que un mecánico agradecimiento (como cuando alguien te paga y tú le das el vuelto, y ambos nos decimos, hipócritas, “gracias”). No. Alguien desinteresado, en cambio y además, te otorga algo desinteresadamente y ese agradecimiento mecánico, de conveniencia que yo les decía, no existe en este caso. Alguien desinteresado materialmente, en suma, tiene otros intereses. Tiene en cambio, pues, un interesante interés-y valga la redundancia, sonajera y concepteril, pero no menos cierta-, tiene un interesante interés, decía, y que es además un interés afectivo: pues yo digo que los seres desinteresados que te dan cosas desinteresadamente tienen en ti-o tú les otorgas-ese interés afectivo, ese interesante interés afectivo que yo les decía. Y si algo esos seres te otorgan, entonces-como a mí me sucedió con el mar y la moneda- puedes sentir afecto. Y tu necesidad material fue saciada, pues, con un interés afectivo.

Así que entonces la saciedad, digo yo, es, de tal manera, plena: y puedes así ser saciado- felizmente- y no por interés. Y puedes así, desde luego, ser saciado por seres queridos y que te pueden hacer menos desgraciado, o, incluso, y como digo, menos infeliz. O tal vez:

 Lisa… y llanamente… feliz.

Y en esa noche específica, por demás, fue un ser querido justamente el que me hizo llegar: a la felicidad (no es un término exagerado; no es un término de pasados utópicos; no es un término, en suma, falso o reprobable, por cierto, en términos y conceptologías utilitarias). Porque y respecto a la felicidad: ¿de dónde y en qué lugar había yo obtenido todos esos céntimos y los Euros que además tenía en mi casa? Los obtuve, me dije o me digo ahora, gracias a mis ambiciones. Ambiciones saciadas por otros seres igual de ambiciosos. Ambiciones saciadas, pues, por la ambición misma, y es decir: gracias a la gente que compraba-con legítimo y legal interés, pero interés al fin-en mi negocio.

Ellos, ese compra-venta con las personas, me aliviaba. Esos bienes así obtenidos interesadamente en el compra-venta, y gracias a todos los otros interesados, me proporcionaban a cambio digamos que unos bienes anímicos sumamente loables, legítimos, aceptables: la paz, el bienestar, la satisfacción. Pero, al menos no en mi caso: no la felicidad.

Así entonces había yo conseguido a los céntimos de mis bolsillos y a los Euros olvidados en mi casa cuando, no obstante satisfecho y cómodo en el viaje hacia el centro de la pequeña ciudad para tomarme un café, en esa noche habría yo de encontrarme: con otra perspectiva-y, acaso, no insospechada del todo-para todo este asunto. Porque ciertamente por ejemplo, en los momentos en que yo estaba buscando un bar bajo la naciente llovizna, no dejaba entonces de escuchar: al rugido del mar, quiero decir, y en cada esquina de cada callejuela y en toda la pequeña ciudad. Y entonces pienso ahora que ya en esos momentos yo podría haberme preguntado, que:

¿Es el mar-me pude haber preguntado, digo yo- o alguna vez podría ser para mí tal vez un ser querido?

¿Es el mar-continué, acaso, preguntándome- en realidad un ser ambicioso? ¿Y el mar puede dar cosas, en fin, ambiciosamente-y esperando algo a cambio-; o siempre es o puede ser generoso y en pro de tu ánimo?

¿Y no puedes, como yo acaso podría-me pregunté finalmente-, agradecer esos posibles bienes desinteresados al mar, por ejemplo (y digamos tal vez que una moneda), y entonces de él recibir, y verdaderamente, a todas tus necesidades satisfechas y a todas tus necesidades no vanas y saciadas: y a tus necesidades, pues, más puras y verdaderamente satisfechas…. y a tus necesidades, quiero decir, finalmente felices?

El mar efectivamente, tan cerca de mí en esos andurriales de las callejuelas oscuras y solitarias, parecía decirme que: mis céntimos eran…. providenciales. Que yo y aunque sintiéndome repentinamente, e inconcientemente acaso, tan incómodo, no debía sin embargo tomar ese café o no al menos con todo ese dinero-y tan “farragosamente centimalístico por demás”, según me dije entonces- que yo tenía en esos momentos:

Pues el mar, pienso yo, me invitaba en verdad a buscar mi buena fortuna. A la verdadera fortuna, quiero decir:

A la fortuna, pues, y tan providencial para mí en esa noche, de ser feliz.

Así que estaba yo ahí parado y detenido en la esquina de la callejuela, y sintiendo el rugido del mar. Y sin saber qué hacer.

Y en la callejuela, por cierto- unos metros más hacia allá y como presidido por unas luces que acaso solamente en apariencia vencían a la llovizna, a la noche y a la bruma- estaba, desde luego, el bar El Convento.

Allí- me dije-. Allí-me dije entonces-, sería bueno tomar ese café.

Porque no quería yo todavía resignarme, pienso ahora, al llamado del mar. O no quería rendirme (y para utilizar un lenguaje más correcto) al auxilio del mar puesto que yo pensaba-pues-: que el mar en modo alguno poseía inteligencia. Y también yo pensaba, o yo quería pensar, que el mar en modo alguno, además, era susceptible de poseer ánimo, alma, aura, como quieras que se te ocurra llamarlas a las capacidades más afectivas. Pero, me dije luego: ¿Ese rugido del mar no es como un llamado, en realidad? Y me dije además que:

¿Es que acaso no es un lenguaje (es decir algo articulado intelectualmente, anímicamente)-me dije- ese ruido feroz, que está ahora haciendo el mar ante mis oídos; no es acaso como  una simple y violenta emanación anímica: mas que solamente busca, por ejemplo en estos mismos momentos, ser descubierta por mí? 

Hurgué entonces de nuevo en mis bolsillos, en busca de esos céntimos y como para escapar de ese llamado- y de ese anímico llamado- del océano; hasta que por fin y decisivamente me dije que:

¡Qué diantre!-me dije pues-. Y qué diantre. Yo voy a tomar a ese dichoso café con estos renegados, y malhechores, céntimos… y que sin embargo, y aunque no sé por qué, tantas aflicciones me causan.

         Pienso, hoy pienso, que el llamado del mar no era todavía suficiente. Y que debía yo ver al bar, y a sus luces. Y que debía yo, claro está, contrastar…

Así que caminé unos pasos en dirección al bar y pensando en gastar al fin y al cabo, como dije, y ya sin mis excusas, el dinero que ya tenía en tantos céntimos. Y me acuerdo entonces que yo me acerqué tanto y tanto y tanto que, finalmente, vi claramente los grandes ventanales del bar, y el humo de tabaco desperdigado dentro, que semejaba como pequeñas nubes de artificio. Y la gente, por aquí y por allá; y que como nieblas fantasmales charlaba en medio de las mesas, y del humo y de las cervezas. Y todas las cosas-pensé, ya en ese momento-que sin embargo y no en muy buena ley me distraían: del mar…o del llamado del mar.

Allí- pensé pues-, allí de una u otra forma quiero yo encontrar a todos mis céntimos y a los Euros, y al Euro justo y contante y sonante, y entre los otros interesados y ambiciosos.

Pues en ese lugar- me dije, luego- quiero yo saciar: a mis ambiciones. Y entre la propia ambición. Puesto que yo voy a utilizar mi dinero-me dije-, ganado leal, legal, legítimamente (y todo ello es cierto) en mi negocio….  Aunque sin embargo no dejé también de preguntarme incluso ante la visión de las luces, allí en el bar llamado El Convento:

¿A quién debería agradecer en realidad-me pregunté-, incluso no ya mi Euro ausente, sino también toda esa “farragosidad centimaliana” que me llenaba los bolsillos? ¿Y a quién quería yo agradecer en realidad, quiero decir, afectivamente todos esos céntimos?

Fueron preguntas que, tardías acaso pero lo mismo de eficaces, me asaltaron entonces.  

Y así que de alguna manera y luego de tales preguntas, sentí yo que de tal forma en esos momentos (buscando y todavía dando oportunidades al bar, a las luces, al humo y al movimiento- maquinal e interesado y compraventero- de la pequeña ciudad), continuaba sin embargo con mis satisfacciones interesadas. Y que la gente del bar de repente se me hacía, no obstante, un poco peligrosamente más simpática… o menos antipática que de costumbre; pero-me dije finalmente-: lo cierto es que nadie de allí me ha dado nada, en verdad…Y tampoco yo ciertamente he dado nada a nadie.

No encontraba pues, en mis bolsillos, el latido de un ser querido y ni siquiera la perspectiva de un café “bondadosamente centimaliano y farragoso”, como me dije entonces, entre la noche multitudinaria y animada, y aunque animada únicamente de modo maquinal tal vez, de la pequeña ciudad. En cambio el rugido del mar- o no: el llamado del mar-,  sin embargo, me resultaba en esos momentos otra vez demasiado intenso, para mí, en medio de esos pensamientos. Pues ya había contrastado. Pues ya había, tal vez, decidido. Y ya, y en ese momento, yo creía que podía encontrar: a la moneda de un Euro.

Pero… ¿en qué lugar: y a quién deberla, y a quién agradecerla? A mis espaldas y al fondo de la otra calle, y como una respuesta, lo sentí entonces más poderoso, más acariciador y más sanamente-y qué palabra- seductor que nunca:

 Al mar.

Y de tal manera y aunque yo no sabía en esos momentos el motivo que me movía-o más bien el motivo exacto que me movía-, ocurrió que me fui, por fin, hacia allí. Y digo pues, y con estas palabras, que yo definitivamente me fui allí: hacia el mar, digo, y hacia la bruma y hacia la niebla…. Y, desde luego, hacia las olas que rompían y que rompían y que por esas horas y según yo confiaba guardaban verdaderamente todo un tesoro para mí….  Me fui entonces, digo: hacia la llovizna fría de la pequeña ciudad…. Pero más me fui, y decididamente, hacia lo desconocido. Y aunque pensando:

Yo no he visto-me dije-, yo no he visto, pues, en ese bar, nada que pueda hacerme feliz.

También y a diferencia de las luces y de los humos del bar, me fui, hacia algo que me resultaba-y ahora lo sé- curiosamente feliz:

Hacia algo (pensé entonces, y quizá un poco inconcientemente) que me está esperando y ahora mismo… y allá: entre las olas mar. Mientras tanto y como un símbolo de una ambición frustrada- he de usar, ahora, esos términos- , la luz tenue en medio de la bruma del bar llamado El Convento todavía se alzaba, lujosamente digamos, entre la llovizna. Yo pensé con maravillosa inconciencia perspicaz que acaso ese bar me pudiera estar todavía esperando luego, para hacerme gastar todos mis céntimos… Me dije entonces, además, que acaso yo alguna vez había de volver allí, porque pienso también que no es bueno estar lejos de las luces y de las jarras de cerveza y de las charlas, entre mesa y mesa. Pero volveré allí, únicamente-me dije-, cuando yo en efecto vuelva desde las olas del mar; cuando yo en efecto vuelva, me dije, desde las olas del mar, pero ya como si fuere otra persona. Cuando yo haya encontrado, en el mar (me dije), a ese algo y a esa moneda:

 A esa moneda, que en realidad, en algún lugar y bajo las olas del océano efectivamente me está esperando-me dije-, ahora… Para así yo conseguir ese dinero-concluí-con el que pueda, sí, y verdaderamente-¿y pero qué sentido tenía esa palabra: verdaderamente?- tomarme ese café.

Así fue como me fui de la esquina de la callejuela- aunque sin saber demasiado bien en qué estaba pensando-  hacia la calle perpendicular, y sumido en las sombras cargadas con la llovizna. De esta forma, caminando lentamente, continué bajando desde las viejas piedras de bastantes otras callejuelas de la pequeña ciudad, hasta llegar al pavimento- húmedo y ensalitrado- de la calle costera. Allí, me detuve un rato. Pero luego bajé más y más y más, y más-incluso por una gran escalera- hasta que- y, como soñoliento y casi sin transición- me encontré por fin pisando la arena- mojada- de la playa.

La marea entonces estaba prácticamente encima de mí. Y en verdad, ¡qué digo!: En verdad, ya les puedo asegurar que literalmente yo toqué al mar… con mis pies. Como si fuera un ser querido. Pues diría que yo así lo sentí y que también-con el pie- le estreché “la mano”, y que así fue el mar para mí, y desde el principio, como un ser querido y amigo mío en esa noche: entre la llovizna, entre la bruma, entre la niebla. Y entretanto las olas-dos, tres, cuatro, cinco olas… (en fin, que ya no recuerdo)- fueron y vinieron, apacibles y solitarias y hermosas; y sobre mí y sobre la noche, y….

Bueno, en resumidas palabras o en otras palabras digo yo que: ¡Qué sentimiento tan filial-digo, y tan poco literariamente expresable, además- que sentí yo entonces por ellos dos: por las olas y por el mar! ¡Y qué extraña y qué rara-pensé- esperanza de felicidad!

         El mar, me dije entonces, la llovizna, me dije, la bruma y la noche y, oculta entre las nubes, también la luna, me dije, son cosas buenas. Y son-me dije-, y no sé por qué, algo así como cosas queridas.

Como seres queridos, pensé.

Pero ¿por qué?

En esos momentos, como respuesta, recuerdo que yo pensaba que el mar y que ese tipo de seres: como los árboles y las nubes y el sol, me daban cosas. Y además desde luego me dije que ese mundo, sutilmente anímico-y en ese instante, recuerdo que con cierta amargura miré hacia más allá, hacia arriba, y en donde estaban las luces de la pequeña ciudad-, que ese mundo sutilmente anímico, como digo, me daba cosas….e incluso cosas como mis céntimos. Y yo así me pregunté:

¿Estoy seguro-me pregunté pues-, estoy yo seguro de que el mar no tiene alma; estoy seguro-continué-de que no es en verdad un ser vivo en gracia de Dios, y de que por lo tanto no me ha dado nunca nada desinteresadamente? ¿Y estoy yo seguro, de que el mar-me repetí, brevemente-no tiene alma?

En verdad, me dije, hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que un hombre puede saber, así que: ¿quién me aseguraba, la verdad, que el mar no era un alma como yo? ¿Y quién me aseguraba, pues, que no era el mar un realidad alma además querible?

Entonces recuerdo que yo dije, en voz alta:

-Ah sí, sí-me dije-. Sí. Sí. Son tal vez buenos y bonitos pensamientos pero eso nada más: Pensamientos-me dije-, y para colmo bonitos.

Y no hay peor cosa-pensé luego- para un pensamiento hoy en día, que te lo den por utópico, y es decir: por bonito.

-Sí, sí-continué entonces, en voz alta-: ¿Por qué no por ejemplo ahora me otorga el mar un bien material, un bien mejor dicho desinteresadamente material y como esa moneda que yo ahora necesito no tanto para tomar un café, sino para mejor tomar, felizmente, y como nunca, un café aquí en esta querida y pequeña ciudad y cuando está tanto lloviznando?

Así que estando yo con esos pensamientos y al irse la última ola hacia más allá de los confines de la noche, quedó a mis pies y como un milagro, efectivamente….una moneda.

Una moneda, digo, de un Euro.

Mojada, sorprendente, en una palabra: milagrosa, de tal modo yo la tomé y, con ella, subí hacia la calle. Y así entonces casi sin pensar, en ese prodigio y en ese milagro, comencé a caminar en busca del bar.

Me interné luego, nuevamente, por varias callejuelas y escondrijos costeros en los que violento soplaba el viento, hasta llegar otra vez a la callejuela oscura y solitaria en la que estaba el bar. Entré, todo mojado, al bar; y pedí un café. Y luego y caminando con paso inseguro, lo llevé, al café, hacia una pequeña mesita del bar llamado El Convento:

Y, ahí sí, fui feliz.

 

 

¿Qué cómo fui feliz?-me preguntarán-. ¿Qué por qué fui feliz?

Llego ahora (como palabras más y palabras menos hubiere dicho cierto escritor) a la parte más importante de mi relato; y llego también por ende a mi ansiedad de escritor o de contador de historias. En todo caso, he de comenzar, un poco mecánicamente acaso, por narrarles a todos ustedes y si siguen ahí- y yo confío en que siguen ahí- lo que vi entonces, y lo que hice entonces, y, derivado de todo ello, lo que sentí entonces:

 Al poseer, por fin, la moneda de un Euro para mi café, y que había provenido, sobre todo, como desentrañada desde los tesoros de las olas del mar.

Primeramente recuerdo que me senté, con el café en una pequeña mesita (y habiendo llevado conmigo, además, varios periódicos y revistas que extendí sobre la mesita). Miré luego hacia más allá de la ventana y sentí el dulce regodeo de encontrarme, allí: en el bar llamado El Convento; y bajo refugio mientras fuera estallaba una fría, fría, fría… y fría llovizna. Sentí el viento, pues, golpeando en los grandes ventanales. Y además, y viendo la negra oscuridad que se iba lanzando sobre la pequeña ciudad sentí también como un benéfico y como un querible prodigio el influjo de la suave, y conventual, luz artificial, que, en esos momentos, iluminaba a todo el recinto. En una esquina por cierto (y se trataba de un local algo grande) se hallaba instalada la estatua de una especie de santo o de monje de medio cuerpo, y con un vestido devocional (se podría decir), y cuyo aspecto era más bien sombrío; en las manos, por demás,  recuerdo yo que la estatua llevaba, labrada por las diestras manos de algún artesano, una cruz.

Y mientras esa luz tenue, pues, todo lo iluminaba, yo también me sentí plácido-calmado, pacífico y además tal vez feliz-. Incluso, ante la visión de la estatua.

Me dije entonces- o yo creo que me dije- que el mar era, o que lo había sido hasta no hacía pocos instantes, un ser querido. Y que lo seguía siendo, además:

Porque-pensé-se pueden sacar seres queridos-me dije, en efecto-: y hasta de las mismas piedras.

Comencé pues y de tal manera a leer los periódicos, mientras dejaba al café enfriándose en un rincón de la pequeña mesa.

Caroline Kennedy- en esos momentos me enteré-, la hija de JFK, pensaba dedicarse más en serio a la política: luego del éxito obtenido al haber apoyado la candidatura del presidente de los Estados Unidos Barack Obama. También, y siguiendo con los temas estadounidenses, leí algunos testimonios de viejos padecimientos de la gran depresión: y allí en las fotos esos ancianos- esos ancianos “depresivos”, o más bien, y en la terminología eufemística hoy en boga, esos ancianos “críticos”  digamos- parecían recordar con un cierto gusto entre nostálgico e idílico- pero también sabio- a sus años mozos… y ansiosos, y, a la vez, aparentemente infelices. Porque al verlos a ellos en esas fotos y al leer sus testimonios yo acaso pude pensar en mis céntimos y en mi Euro. Porque, me dije:

Esa gente, en cierto sentido-me dije pues-, al conseguir la oportunidad de desechar no las necesidades sino las vanas necesidades, había obtenido, por ende, una especie de sabiduría: Una especie de sabiduría, en fin, en la satisfacción de las necesidades (digo que de las verdaderas necesidades: y no de las que son vanas). Y entonces, además, me dije que acaso esos viejos y pobres ancianos, “depresivos o críticos”, habían sido más felices, o un poco menos desdichados que en otra situación.

Siempre-me dije pues-, siempre que sus casos, como el mío en esos meses, no hubiesen sido extremos.

Llegada más o menos a tal punto mi lectura, comencé a sentir una especie de alegría, y, también, de grato calor íntimo y de regocijo. Comencé, digo, a sentir placer: por ejemplo, por esa luz suave y por la estatua- conventual- que estaba allá subida en un rincón del local. Y también por mi café: prácticamente frío, y que finalmente tomé de un sorbo; por la pequeña mesita de madera, y por mis periódicos que por aquí y que por allá estaban, desbordantes, justamente en la pequeña mesita. Y por toda esa gente, pues, también, que estaba allí reunida y conciliada entre las nubes de humo y las jarras de cerveza. Sentí, recuerdo, además, una emoción y una especie de placer (habiendo yo leído todo ese asunto de los viejos ancianos y sus testimonios), al pensar en mis Euros en casa, que van menguando y que van  menguando y que van menguando, en estos tiempos-¿”depresivos o críticos”?-, y que por lo tanto acaso a mí también me podrían permitir la concienciación de los verdaderos, digo-y humildes y sencillos-, placeres de la vida. E incluso y como vengo diciendo, también me ayudaron todas esas fotos y además mis menguas-pienso yo-a la concienciación, de la- posible- felicidad.

Sentí pues, y dicho todo esto, una emoción creo yo (y una felicidad en suma): al escuchar la grata lluvia, que descendía en esos instantes lenta y suave y hermosa por toda la pequeña ciudad, y al saber por ejemplo que el autobús a una hora exacta y determinada- de tal forma que si él me conociera, y fuese mi amigo o parte de mi familia- me aguardaba para volver a mi casa… en un barrio algo apartado de la pequeña ciudad.

Pero yo, llegado a ese punto, me pregunté, incansablemente:

¿A qué se debía, entonces, mi felicidad en esos momentos?  

Intentaré responderme acaso un poco mejor, ahora. E intentaré, acaso también, responderles a todos ustedes, un poco mejor.

Yo sentí al irme del bar- y así metiéndome, entonces, otra vez entre la llovizna y entre las vagas luces, cada vez más y más crecidas de la pequeña ciudad-que tenía finalmente a quien agradecer mi Euro: a un ser viviente, quiero decir desde luego, y también a un ser querido:

 Al mar, claro está.

Ya que a medida que yo caminaba y caminaba por las pequeñas callejuelas de la pequeña ciudad de vuelta hacia mi casa, todavía podía verlo, al mar, y al fondo de las esquinas. Y además sentirlo, ahora sí, como si fuere un ser loable y afable y benéfico…, y quererlo. Porque todavía, pues, allí estaba él en la lejanía y en medio de la llovizna, y del mal tiempo. Y porque siempre, siempre, siempre y siempre-irrenunciable y nunca traicionero-, y siempre, pues, era el mar para mí un ser amigable y benefactor. Incluso materialmente hablando: pues ya había conseguido mi Euro. Así que ¿por qué, hablando un poco más en profundidad, en ese momento era el mar para mí, como digo, amigable y benefactor, y, en suma, un ser querible y un ser querido?

Yo me dije que así como existían digamos que vanos seres, ¿e inexistentes seres?, a los cuales nada se tenía que agradecer-como esa luz, lujosa y acaso innecesaria del bar en medio de la noche, y de la llovizna y de toda esa gente compraventera de la pequeña ciudad-, también sí que existían otros seres- y seres de verdad, y queribles- a los que podía yo agradecer muchas cosas. Seres, pues, como el mar…. Seres, digo yo, como el mar y como su Euro. Seres que me daban, en fin, verdaderamente cosas. Pues eran sus dones verdaderamente unos dones afectivos. Seres, claro, que satisfacían así, pero de verdad, a mis verdaderas necesidades (a las necesidades afectivas) y que entonces y en suma, y de tal manera, me hacían feliz:

Desinteresadamente, quiero decir, esos seres me hacían y me hacen feliz. Y gracias a mis- felizmente- desinteresadas necesidades.

Y en fin que el mar, esa noche, con los ojos del bienestar (verdadero, afectivo bienestar) me permitió ver… a la estatua… y a la gente… y a la llovizna… allí fuera. Y a todo en suma; para ser feliz con sencillez, y gracias precisamente a todo eso: quiero decir que gracias a la gente; y gracias a la llovizna; y gracias al mar. Y gracias, también y desde luego, a la estatua.

 

Así fue, entonces y ya en un cierto ámbito epilogal, la manera en que fui feliz. Así fue, entonces, palabras más palabras menos, la manera en que el mar en esa noche me obligó, casi, a tomar ese café con mis céntimos bondadosos y farragosos. Y como una verdadera y afectiva necesidad: como una necesidad, quiero decir, saciada, y como una necesidad, quiero decir y todavía mejor dicho, felizmente saciada. Cuando el mar fue mi amigo y mi ser querido. Cuando, en esa noche de llovizna, el mar me otorgó su afecto y su moneda.

Y cuando en esa noche y felizmente- pero no felizmente como quien consigue un aterrador auxilio; sino felizmente, y en verdad felizmente- yo pude por fin pagar a mi café, y acaso por vez primera; ya que mi agradecimiento provino…o no, mi interés, mi utilidad, mi pragmatismo, en esa noche, provinieron desde las olas, queridas e insospechadas del mar.

 

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Daniel Alejandro Gómez (Buenos Aires, 1974), escritor, ensayista y dibujante. Libros publicados: Muerte y Vida (Ediciones Mis Escritos, Argentina, 2006) y la novela electrónica Sembrar Palabras  (EBF Press, España, 2002). Mención y medalla Concurso Bioy Casares, cuentos, 1999, finalista y diploma en Concurso Hespérides Universidad de La Plata, Argentina, 2007. Publicó cuentos y poemas y ensayos en medios electrónicos y en periódicos y revistas impresas especializadas de Argentina-como la histórica Revista Lilith-, de España-como la Revista Fábula-, de Estados Unidos-como la Hispanic Culture Review, de George Mason University, Georgia-, de Brasil y Colombia. Fue columnista político del periódico impreso mexicano Sufragio y escribe ensayos literarios para la revista Konvergencias.

Como dibujante, expone en varias galerías digitales en varios idiomas, y su obra está incluida en la colección real de ARTE GO MUSEUM, Padua, Italia. Exposición colectiva en Galleria IL Bracolo, Roma, Italia, 2008. Incluido también en el Catálogo de artistas contemporáneos: International Archive of Contemporary Arts, 2008, impreso en Milán, Italia.

 

 

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