EL JUGUETE
Cuando faltaba menos de una semana para el Cumpleaños del Fundador (que coincide con la Refundación
de Ciudad Feliz), Félix Ugarte decidió darle una sorpresa a su chico, y apareció una noche cargado con un regalo.
El paquete que contenía el mecano era tan grande, que resultaba difícil e inútil esconderlo
hasta el día siguiente. Ese martes Félix hijo cumplía siete años. Era su único hijo y probablemente no tendría más. Cada noche
antes de acostarse le revolvía el pelo rojo con sus grandes manos de estibador, y le daba un beso.
Mauricia se burlaba de aquel afecto, pero a él ya no le importaba. Sin darse cuenta, poco
a poco, había dejado de quererla.
Aquella noche, pues, el estibador Félix Ugarte cargó hasta el sexto piso con el juguete,
que no cabía en el ascensor. Ascendió con cuidado, pues era frágil. Buscó a tientas las llaves, aunque ella estaba en casa
(y podía oír su trajinar en las habitaciones del fondo). La bombilla estaba a punto de apagarse, y sudaba copiosamente tratando
de introducir la llave, sin hacer ruido, para darle una sorpresa.
Las turbinas de Ciudad Feliz producían el rumor sordo del verano: los grillos, las chicharras,
el típico crepitar. Debían sobrepasar los treinta grados, aunque ya era de noche. Félix se preguntaba si también imitaban
los ruiseñores, y el rumor del mar; y qué sentido tenía producir aquel calor que impedía el sueño y ponía de mal humor a la
gente.
Penetró con cautela en la penumbra sofocante del vestíbulo. El juguete le tapaba casi por
completo, dejando a la vista sólo las piernas, cortas y robustas. Era un hombre más bien ancho, bajo, corpulento, de rasgos
delicados, casi femeninos bajo el cráneo pelado al cepillo.
-¿eres tú?
Sin responder al chillido, avanzó por el estrecho corredor tras el paquete (en la casa parecía
más grande aún). Trastabilló en el umbral y estuvo a punto de echarlo a rodar. Pero al fin pudo dejarlo sano y salvo, en el
suelo del comedor.
Mauricia y Félix lo rodearon:
-¿qué es esto?
-¡feliz cumpleaños, hijo!
Sin mirarla, abrazó a su hijo que parecía magnetizado por el paquete. La risa de su mujer
le llegó, hiriente y lejana, más lejana que hiriente. Luego ella dijo:
-espero que no sea una bomba.
Y desapareció.
-¡vamos, ayúdame a llevarlo!
Lo cargaron entre los dos y, tras algún forcejeo, consiguieron meterlo por la puerta del
cuarto del muchacho, el más pequeño pero el único que tenía ventana. La luz de la bombilla parpadeó antes de encenderse a
intensidad de ahorro. Al cabo, reapareció Mauricia:
-tienes que gastarme cien orsiks.
-baja tú, dijo él sin mirarla, vamos a desenvolverlo, Félix.
-no os dará tiempo, insistió Mauricia.
Era una mujer alta, hasta el punto de que, en las raras ocasiones en que aún salían juntos,
hacían una pareja grotesca; todo lo que tenía él de tosco en el cuerpo, curtido por el trabajo en los canales, lo tenía ella
en el rostro inexpresivo, y viceversa. Vista de espaldas era incluso una mujer apetecible. Las horas que pasaba sentada en
su oficina, las compensaba en el gimnasio y la sauna de la empresa, que el gobierno reservaba a los mejores empleados.
En cuanto al chico, había sacado lo mejor de los dos: el talle esbelto y fino de la madre,
y la expresión embelesada y soñadora del padre. Félix hubiese preferido que fuese más normal, que no llamase la atención,
pues todo lo que es diferente es sospechoso; pero no disimulaba su orgullo, ni desaprovechaba la ocasión de compararlo con
aquellas jaurías infantiles que a veces visitaban los canales.
-baja tú, cenaremos cuando vuelvas.
-como quieras.
La bombilla volvió a parpadear, hasta sumirlos poco a poco en la penumbra. Antes de quedarse
a oscuras, pudieron echarle un vistazo. Guardaron las tres piezas sobre el armario, para empezar a armarlo al día siguiente.
Y Félix fue a prepararse una ducha:
-¿qué es, papá?
-creo que una nave, no estoy seguro.
El hombre que se lo había vendido la víspera, no le había aclarado este punto. Un juguete.
Era curioso que no se lo hubiese aclarado y que él no hubiese insistido en saberlo. Era uno de esos tipos raros que pilotan
las pocas barcazas que entran y salen por el gran canal de Ciudad Feliz para traer hojas y madera no contaminada, y controlar
las subidas de agua. Al fin, había consentido en pagarle una suma ridícula por él.
Bajo el chorro ardiente de la ducha, Félix el estibador se puso a cantar, a tararear, y a
pensar en la cara de sorpresa de su hijo, que aquella noche no dormiría pensando en el juguete. Oyó la puerta de la calle
y levantó aún más la voz de barítono. Luego se calló.
Mauricia acababa de entrar cargada de bolsas. Cosas inútiles, algunas no. Siempre es un consuelo,
pensó, haber querido a alguien. Salió envuelto en la toalla, atravesando el vapor del baño.
-¿qué has comprado?
-un juguete.
¿Cuándo había dejado de confiar en ella? Engulló un trozo de pan y añadió:
-creo que es una nave.
El chico dormía. Al estar suscritos al Plan de Ahorro de Ciudad Feliz, las luces se apagaban
solas a una hora, iban perdiendo intensidad poco a poco, empezando por los dormitorios. Así que todas las noches tenían que
cenar casi a oscuras. Mejor así, se sentía amparado y más libre en la oscuridad.
-¿en qué piensas?, dijo ella.
-en nada.
-¿lo has comprado en los Almacenes?
Ahora, de súbito, lo comprendió: Mauricia lo interrogaba.
-hoy ha habido otra inundación, dijo.
-he visto el telediario.
-ha sido espantoso.
Ella separó la silla, dejó la servilleta y los cubiertos, y se limpió los labios manchados
del vino criogénico:
-¿cómo ha ocurrido?
-como siempre, de pronto, añadió.
Esperó un segundo:
-una de las esclusas ha cedido.
-es un problema, dijo ella.
-toda esa agua acumulándose ahí fuera, no deja de llover, ¿sabes?
-no des pábulo a rumores, cariño.
-no son rumores, es la verdad.
Mauricia calló.
-día y noche, no cesa esa lluvia venenosa, suspiró.
De pronto le mostró las manos corroídas por el ácido. Ella apartó los ojos. Ahora masticaba
despacio.
-¿dónde lo conseguiste entonces?
-se lo compré a un piloto, otro chiflado.
-antes eras más sincero conmigo.
-tiene gracia, ¡ja!
Ella extendió la mano, él la retiró.
-si no fuera por el chico, pensó. Últimamente tenía la imprudente costumbre de pensar en
voz alta, como esos locos que pilotaban las barcazas y vigilaban constantemente las exclusas. Tal vez se le estaba contagiando
su locura.
De repente Mauricia exclamó con júbilo:
-¡nos iremos de vacaciones!
Todos los años los mejores empleados podían disfrutar una semana extra en el Hotel Excelsior,
junto a la muralla norte, al doble de precio de temporada. Decían que las vistas eran magníficas y que los camareros se encargaban
de gastar tu dinero. Se decían tantas cosas.
-yo no tengo vacaciones.
-¿por qué no intentas ser más constructivo, cariño?
-me paso el día construyendo.
Volvió a mostrarle las manos ulceradas.
-sabes perfectamente lo que quiero decir.
-¿qué quieres decir?
-¿por qué sigues con nosotros?
-por el muchacho.
Mauricia separó aún más la silla, sacudió el mantel.
-eres un amargado.
-soy un obrero, ¿recuerdas? Tú me elegiste.
Mauricia se levantó. Fue a la ventana. La oscuridad
lamía la calle como un perro de presa.
“No importa lo que pienses sino lo correcto”, recordó. Desde niña tenía la costumbre
de retener los eslóganes. Luego se despertaba en medio de la noche, temblando y sudando.
Iba a empezar a reprocharle cosas: por el principio, preguntándole por el joven ilusionado
a quien ella había conocido. Pero de pronto la paralizó una sensación nueva, como si todo fuera ya superfluo e inútil.
No debo dejarme arrastrar por esto, se dijo, y se apartó de la ventana como si en verdad
hubiese visto un monstruo, masticando aún.
-me voy a la cama.
-buenas noches, dijo él sin levantarse.
Ya en la puerta se volvió:
-no quiero saber nada del juguete, ¿me oyes?
Por primera vez Félix le sonrió:
-¡no es una bomba, mujer, puedes dormir tranquila!
Y se quedó solo.
Sin darse cuenta, empezó a divagar. La bombilla ya estaba casi apagada, y la oscuridad envolvía
de misterio los restos de la cena y los demás objetos, que parecían observarle. Era curioso como se descomponían enseguida.
Ante él volvieron, nítidos, los acontecimientos de la tarde.
Acababa de guardar el juguete en su cabina, y el barquero bogaba hacia los bosques, cuando
de pronto un estruendo lo hizo saltar al embarcadero: una tromba de agua acababa de traspasar la muralla.
Hacía mucho calor. Las palas para desatascar la basura acumulada en el canal, semejantes
a remos absurdos, les resbalaba de manos y se revolvían como atraidas por el remolino.
Pero la segunda tromba fue peor aún. Por suerte, esta vez los desagües funcionaron, y el
líquido venenoso desapareció en el subsuelo. Pero había agua suficiente para inundar media ciudad.
De repente se imaginó la Avenida Ché, el Palacio de Justicia, los Druguestores, y la Torre,
todo anegado por aquella agua verdosa, y le asustó su propio regocijo.
El barquero había vuelto la cabeza haciéndole una señal de despedida, como si leyera sus
pensamientos, antes de desaparecer en un recodo.
¡Rumores, pamplinas!, suspiró. Para desatascar aquello había que bajar a las exclusas de
la muralla. Desde allí se podía ver el cielo grisáceo de los bosques, vomitando aquella lluvia día y noche, semejante a ceniza.
Aunque sólo fuese un obrero, podía pensar: toda aquella agua debía ir a alguna parte; tarde
o temprano, quizás fuese allí, y entonces nadie la podría detener. O tal vez no.
Bostezó, se acercó a la ventana sudando, limpiándose con una servilleta. Tantas emociones
lo habían agotado. Ciudad Feliz dormía ajena, perfecta, como siempre. Un resplandor difuso teñía el horizonte, el borde de
la burbuja, semejante a un trozo de latón.
Al menos por la noche podían bajar cinco o seis grados, se dijo. Aún en verano. Gruñó.
Él no tendría vacaciones. Era demasiado callado, o de pronto sin darse cuenta, se ponía a
pensar en voz alta. Por suerte, era también bastante insignificante.
Mauricia no lo había denunciado aún por el chico. El chico adoraba a su padre, y la hubiera
odiado el resto de su vida si los separaba. Una lucha sorda, subterránea, los enfrentaba también por este motivo.
Ella deseaba convertirlo en un ciudadano ejemplar de Ciudad Feliz. Muchos niños, algunos
muy pequeños, no dudaban en denunciar las conductas y los pensamientos desviados de sus padres o sus hermanos, por un sentimiento
de abnegación. Cuando Félix madurase, tal vez lo hiciera también. Pero de momento estaba demasiado apegado a su padre.
En cuanto a él, el chico era casi su único consuelo, una de las pocas cosas en que no se
sentía fracasado en la vida. Saltaba del tranvía o del subte sin gastar un orsiks, y los pies le volaban a toda prisa, casi
tanto como el pensamiento, hacia el muchacho.
Bostezó, se caía de sueño, a pesar del calor. En camiseta y calzoncillos, cruzó el comedor
ya totalmente a oscuras. Al pasar ante la puerta de su hijo se detuvo un momento a escuchar su sueño. Tal vez soñaba con la
nave o lo que quiera que fuese, que iban a empezar a montar juntos al día siguiente.
Luego se fue a dormir.
Muy temprano, cabeceaba rumbo a la muralla con el primer equipo de trabajadores.
Al parecer, el agua había hecho estragos en aquel sector durante la noche. Aún no había amanecido
del todo. De hecho, habían estado a punto de llamarlo varias veces aquella noche, pero prefirieron reservarlo para el día
duro que se avecinaba.
Nada más llegar a su garita, en el embarcadero pegado a la torre, pudo ver el desastre: el
agua había subido dos palmos, y seguía ganando nivel. Los del turno de noche seguían enfangados junto a la exclusa, tratando
de liberar los desagües atorados por el barro y la vegetación muerta:
-¡Ugarte, venga aquí!
Sin beber del termo de café caliente, se encasquetó a toda prisa las botas y el impermeable,
y se sumergió en el canal hasta la cintura. El agua bajaba enfangada y olía a cadáver. El amanecer artificial y rojizo de
la burbuja contrastaba, recortado contra la torre, con el gris plomizo de los bosques que atisbaba desde allí.
-¡dese prisa, la pala!
Mandestalm, su capataz, había estado toda la noche desaguando, y no tenía trazas de irse.
Parecía entero.
-¡la pala!
Otro estibador rodeó en una barcaza la base de la Torre del Manipulador de Alimentos, donde
el marcador ya había rebasado el nivel rojo.
-¿dónde se ha metido!, le espetó el capataz, ¡dese prisa!.
Vinieron más hombres.
Codo con codo, sin hablar, al fin lograron a duras penas abrir una brecha en el fango. El
calor que seguía desprendiendo la burbuja amenazaba con convertirlo en un lodazal, sólido y agrietado. Entonces sería imposible
de barajar. Densas nubes de mosquitos enanos se colaban entre los remolinos de basura.
Dos obreros a los que nunca había visto antes, hundidos en el centro del canal con sendas
escafandras, comenzaron a gasearlos con insecticidas.
-¡cúbrase, póngase el equipo completo!
La voz de Mandelstan resonó autoritaria e insegura, con una vibración de metal.
Ahora Félix semejante a los buzos que desinfectaban, pudo a su vez sumergirse en el centro
mismo del canal y colaborar con ellos. La pistola de latón amarrada a los hombros temblaba y amenazaba con hundirlo al más
pequeño movimiento. Uno de los estibadores se mareó y hubo que sacarlo a toda prisa. El agua volvía a encresparse rebelde
contra la exclusa.
-¡llévense a ese hombre de aquí!, ¿dónde está Próspero?, aulló Mandelstam.
Nadie lo había visto desde el día anterior.
Era el piloto que le había vendido la víspera el extraño juguete. Hacía horas que debía haber
cruzado de vuelta de los bosques.
-¡poned los sacos!, gritó el capataz.
Al sacar un momento la escafandra del agua (tan oscura y espesa que era imposible ver en
el fondo más que la inmundicia, polvo y cenizas en suspensión), Félix oyó claramente el estruendo de las excavadoras a sus
espaldas. Un equipo de peones se afanaba ahora en amontonar sacos al borde del canal para contener la subida.
Entretanto, más allá, comenzaba a tremolar el amanecer. Poco a poco las luces de la muralla
dejaron de parpadear contra los bosques. Un rumor impreciso se fue extendiendo desde la Ciudad invisible. El cielo de la burbuja
viró del rojo al blanco, el violeta y el azul, y la temperatura volvió a alcanzar los 25 grados centígrados.
Félix sudaba ahora bajo la anticuada escafandra. Cuando la nube de mosquitos retrocedió a
otro sector, volvió a empuñar la pala; alguien le ajustó la potente bombona de oxígeno a la espalda, lo libero de la pistola
difusora, y al fin pudo sumergirse hasta la reja que cerraba la exclusa bajo la misma muralla, separándola del exterior.
Una vez allí, aplomado al suelo cenagoso y resbaladizo, raspó y arañó con todas sus fuerzas
el barro, que se acumulaba a toda prisa bajo la exclusa, estrechando como un embudo el canal. Al cabo de una hora pudo abrir
un boquete de unos dos palmos en la porquería, pero tuvo que subir a por una bombona nueva. Cuando ya iba a sumergirse de
nuevo, Mandelstam lo reclamó:
-¡Ugarte, venga aquí!
El capataz, casi un gigante, de rostro aniñado, le sonrió por primera vez, solo a él.
-ya ha hecho bastante por ahora, ¡vamos a desayunar!
En efecto, con los equipos de refresco en plena acción y el obrero desvanecido en la enfermería,
la situación parecía estar de nuevo bajo control. Pudo descansar pues, en el primer turno.
-¿qué tal ahí abajo?
-hay mucho barro, señor.
-¿cuántas veces te he dicho que no soy señor, sino ciudadano?
Mandelstam rió. Ya con el termo de café hirviente junto a los labios, entre las manos enormes,
añadió:
-¿no vio usted ayer al barquero?
-sí que lo vi.
-puede que la crecida lo haya retenido, ¿qué le parece, ciudadano?
-que es muy posible.
-es más que posible. ¡Demonios, qué nochecita!
Una cálida corriente de simpatía se estableció entre los dos hombres que desayunaban. Afuera
ya era de día. Y seguían llegando equipos nuevos, entre el estruendo de las escavadoras.
En un ángulo de la ventana del almacén se recortaba la Torre del Manipulador.
-¿qué piensa?
-va a ser un día duro.
-No tanto como la noche. Ese barquero, rumió Mandelstam, ¿no le parece raro?
-sí, dijo por decir algo.
El agua comenzó a retroceder: seis, cinco, cuatro. Al llegar al tres y medio, marcado en
rojo, Mandelstam suspiró como si fuera literalmente a desinflarse:
-¡hemos ganado otra vez!
Se desplomó sobre el banco. El termómetro marcaba ya casi los 30 grados centígrados.
-me voy, voy a dormir toda la mañana, anunció.
Soltó el termo de café, vacío, y se dirigió hacia la puerta.
No había hecho más que marcharse cuando apareció la barca perdida en la segunda exclusa.
Los centinelas, al oír la contraseña, retiraron la gruesa verja, espolvorearon de ácido fénico y desinfectante la embarcación
y al piloto, y tras comprobar someramente que no cargaba nada prohibido, la dejaron pasar.
Al ver a Félix afanado en el embarcadero, junto a las máquinas y los sacos del borde de la
torre, Próspero lo llamó:
-¿qué tal el chico? ¿Le gustó el regalo?
-¡sí!, aún no lo hemos abierto.
-tengo curiosidad por saber qué es.
-una nave, supongo.
El barquero sonrió entre las crenchas grises de la barba.
-¡ha caído una buena ahí fuera, esta noche!,
-sí, ha caído, agregó, casi nos desborda.
-necesito un trago.
Félix le alargó el termo aún caliente, ya casi vacío, que colgaba de su correa, y el viejo
le añadió algo misteriosamente, de una botellita.
-¡así está mejor!, gruñó. Su rostro resplandeció de felicidad.
Comieron en apenas media hora. Luego volvió Mandelstam, grande y despejado como una cima
tras un temporal. Se vistió rápidamente:
-¡vamos a las cloacas, Ugarte!
Félix cargó el equipo, se embutió el aislante, la pistola con el veneno, y comenzó a caminar
con desgana tras su jefe.
Éste se balanceaba hacia la boca principal, cuando un ruido lejano llamó su atención. Los
preparativos del Gran Aniversario de Ciudad Feliz y el Fundador. Se volvió con el rabillo del ojo a su estibador favorito:
-menuda traca, dijo.
-sí.
-¿sabe, Ugarte? Puede que esta vez sí tenga vacaciones.
-gracias señor, digo, ciudadano.
-vamos a ver qué tenemos ahí abajo.
Como se temía, la avalancha de agua había dañado varios sistemas importantes, entre ellos
el regulador térmico de de la burbuja, y dos o tres dispositivos subterráneos de alta tensión. ¡Precisamente a una semana
del cumpleaños del Fundador y del Aniversario de Ciudad Feliz!
Y sólo eran los daños visibles.
El agua enfangada, despedía vapores pútridos y venenosos. Sobre sus cabezas, conforme se
adentraban en el intrincado laberinto de las cloacas balanceando sendas lámparas, se adivinaba más que se oía el bullicio
de la Ciudad.
-esto parece serio, rumiaba para sí el capataz. No me esperaba tantos daños.
-tal vez sea mejor volver por ayuda.
Una rata enorme, de tamaño descomunal, los sobresaltó. Nadie sabía cómo eran exactamente
las cloacas, que formaban un intrincado laberinto. Sólo dos o tres personas tenían los planos. En los muros que iban recorriendo,
pegados a una estrecha pasarela, estaban marcados los pequeños puntos rojos para orientarse.
-no, vamos a seguir.
Félix desplegó la pistola. No temía las ratas,
pero sí las arañas.
-¿ha vuelto ese imbécil de barquero?
-sí.
-un día de estos lo dejo fuera, ¡a ver si así se ríe!
-al parecer ha habido tormenta.
-¡claro que ha habido tormenta, menuda novedad!, en su voz se deslizó una hebra de impaciencia.
-mire aquí, está completamente destrozado.
Los dos hombres se anclaron al muro para reparar la primera avería seria. Eran los alternadores
de emergencia de media docena de Druguestores. Dentro de una semana iban a necesitar toda la energía disponible, y más. Antes,
Félix vaporizó el potente insecticida, formando una nube dorada. También estaba dañada la burbuja.
-¿por eso hace este calor?
-no diga tonterías, déme esa llave.
Trabajaron una media hora. Luego se adentraron en las galerías cada vez más estrechas e inclinadas.
La oscuridad olía a cadáver.
-¿es el cumpleaños de su chico?
-sí, sonrió.
-vamos por aquí.
De pronto, a su izquierda, algo se movió en la oscuridad. Tal vez su sombra agigantada por
la lámpara temblorosa. Una corriente de aire, procedente de los ventiladores de los aires acondicionados, recorrió la galería
como un escalofrío. Los puntos rojos desaparecieron del muro.
El sudor les chorreaba la frente y las manos.
-ahí está, cuidado.
Un escalón resbaladizo apareció de súbito. El Alternador Central de Ciudad Feliz se dibujó
de pronto en la penumbra, al resplandor de las lámparas.
-déme.
Mandelstam contempló receloso la magnífica maraña de circuitos y cables. Rebuscó en la caja
de herramientas, que se balanceaba en su regazo. Los pilotos indicadores funcionaban, al parecer. La avería no había afectado
al Distribuidor Central de la Ciudad, de momento.
Volvieron a anclare al muro, resbaladizo y pegajoso, para sellar y recubrir el alternador
por si el agua alcanzaba ese nivel. Normalmente las riadas ocurrían de noche, cuando ellos estaban ocupados en desatascar
las exclusas y el canal, atareados en la superficie. Entonces necesitaba hasta el último hombre allá arriba, para impedir
que el agua rebosara hasta las calles. Pero si el agua que afluía a las cloacas tocaba aquellos cables, Ciudad Feliz sufriría
el primer apagón serio de su historia. Un auténtico colapso energético sin precedentes.
No podía imaginar siquiera sus consecuencias. No quería pensar en ello.
En cierto modo, estaban recubriendo el corazón de la Ciudad, como dos cirujanos. Trabajaron
durante más de una hora, sin apenas intercambiar palabra, con precisión y rapidez. De repente, cuando ya casi habían terminado
el sellado y guardaban las herramientas, una voz llegó hasta ellos desde la oscuridad.
Felix descargó la pistola insecticida y apuntó ante él. Mandelstam se giró, colgado aún del
alternador, mudo.
Entonces la voz, como si hubiera chocado con su propio eco, retrocedió hasta convertirse
en un susurro, un canto fugitivo. Volvió a hacerse el silencio.
Ambos, ¿y quién no?, habían oído las historias que circulaban sobre los saboteadores, que
recorrían las cloacas de la Ciudad: prófugos, inadaptados, delincuentes, o simplemente enfermos. Ninguno de los dos creía
en tales rumores, pero por si acaso nunca se aventuraban, ni enviaban equipos sin protección.
También por las arañas.
-Vámonos, salgamos de aquí.
Ahora las lámparas parpadeaban veloces en la oscuridad. Al volver a pasar por los alternadores
dañados, Mandelstam gruñó, pero al fin dejó escapar un silbido.
-mande usted a alguien a arreglarlos, dijo, y advierta al barquero de mi parte que la próxima
vez lo dejo fuera. Me voy a casa.
Cuando ya salían a la luz, comenzaba a atardecer. A lo lejos se oía el rumor de la Ciudad
sumida en los preparativos de las Fiestas.
De pronto ante la portezuela del coche, Mandelstam se volvió hacia él.
-felicite al chico de mi parte, tómese la tarde libre, añadió.
Encendió el motor y desapareció por la carretera paralela al canal.
Mientras se cambiaba en el almacén, apareció en el umbral la barba desgreñada de Próspero.
Los ojos le chispeaban del licor misterioso. Llevaba algo en la mano:
-dale esto al chico de mi parte, dijo.
Félix no tuvo valor para transmitirle la amenaza que acababa de oír, pero le aconsejó:
-no te entretengas ahí afuera.
Luego hizo su petate, guardó el obsequio del barquero, y desapareció en la primera boca del
subte. Sólo tenía en la mente una cosa: armar aquella nave con su hijo.
Llegó antes que Mauricia y que el chico. La casa estaba desierta y silenciosa. Tras ducharse
con agua bien caliente (para contrarrestar los treinta grados que marcaba el termómetro del comedor), fue directamente al
cuarto del chico, se encaramó a una silla y bajó del armario el juguete embalado.
Ahora que lo tenía delante, bajo la plena luz de la bombilla, le pareció más grande que la
víspera. Lo contempló un instante, las manos a la espalda, inclinado, y dejó escapar un silbido.
En ese momento la puerta se abrió.
No había empezado a desembalarlo, luchaba por romper las fuertes cuerdas que lo envolvían
con ayuda de un mechero y un cuchillo de cocina, cuando aparecieron en la puerta la madre y el chico, sudando de subir las
escaleras:
-¡hola papá!
-hola, hijo: mira esto.
Una pieza reluciente, de un material impreciso, entre el acero y el cristal, asomó de pronto
afilada, entre el papel de embalar.
-has vuelto hoy más pronto, dijo Mauricia.
-sí, resopló él, ¿qué te parece?
-¡vamos a desenvolverlo!
La mujer los contemplaba mordiéndose los labios, mientras padre e hijo tiraban de las cuerdas
y del papel con todas sus fuerzas.
Empezaba a oscurecer. Un rumor difuso, como el silbido de una serpiente, subía de la calle
concurrida por los que regresaban del trabajo.
-¿qué es esto?
Padre e hijo retrocedieron; la madre se acercó un paso. La bombilla empezaba a ceder potencia.
-la bombilla, gruñó Félix, ¡vamos, deprisa!
-voy a bajar al drug, anunció Mauricia.
-muy bien.
En cuanto oyó la puerta de la calle, sacó del bolsillo la cajita con el obsequio del barquero.
El chico estaba embelesado en los planos y en el extraño manual de instrucciones, escrito en una lengua desconocida, una especie
de felicino arcaico.
-esto es para ti, un regalo del barquero.
Le tendió la caja transparente, que dejaba ver una larva de mantis religiosa:
-¡es genial, papá!
-escucha, guárdalo bien, donde nadie lo vea, es un insecto de los bosques.
-¡ya lo sé, papá, es mejor aún que en las ilustraciones del Museo!
-este bicho puede alcanzar unos dos metros de adulto. ¿Te has fijado qué coraza y qué pinzas?
No me gustaría toparme con uno de ellos.
Empezaron a armar la primera carcasa, de un material translúcido; conforme desplegaban las
piezas, placas, resortes y muelles, iban retrocediendo hacia la puerta, apartándose para dejar espacio. Aquel armatoste era
más grande de lo que esperaban; también estaba resultando más fácil de armar. Pero aún no sabían lo que era. Cada pieza que
añadían alteraba misteriosamente su aspecto.
-¡no me importaría echar un vistazo a esos bosques!, exclamó el chico, sin soltar el bicho.
-no, atajó Félix, no te gustaría.
-¿por qué no te haces barquero, papá?
-nunca lo he pensado, pareció reflexionar, no, creo que no voy a ser barquero.
-debe ser emocionante.
El sudor les empapaba manos y rostro, volviendo las piezas y los ensambles aún más escurridizos.
No obstante, una vez sujetos, encajaban a la perfección, con asombrosa facilidad, pese a tener que unirlos casi a tientas,
en la penumbra. Cada pieza que añadían aumentaba su curiosidad y su desconcierto, alterando por completo el aspecto del juguete.
Ahora ocupaba casi toda la habitación. La bombilla arrojaba apenas una luz crepuscular, moribunda,
que seguía disminuyendo de intensidad cada minuto, a toda prisa. El rumor de la calle había cambiado, apagándose, como amortiguado
por la lejanía.
-es un trabajo como otro cualquiera.
-¡háblame de las galerías subterráneas!, exclamó el chico.
-las cloacas, corrigió el padre, ven, ayúdame a arrastrarlo a la ventana, no veo nada.
Por la ventana entraba algo de luz. Se oyó de nuevo la puerta de la calle; los pasos y la
voz de Mauricia se acercaban por el pasillo. El chico seguía aferrando la cajita de cristal con la larva prohibida.
-será mejor que guardes eso.
Sólo quedaban una media docena de piezas medianas, revueltas entre los cartones, y un pequeño
cuadro de mandos con lo que parecía un timón.
-hoy precisamente he estado allí abajo, prosiguió, ¡si la gente supiera!
-¿qué es lo que debería saber la gente?, terció Mauricia.
-¿ya has vuelto?
-¿qué es lo que debería saber la gente?
De pronto reparó en el estrambótico artefacto, que ya ocupaba toda la habitación. Iba a explicarle
al chico cómo eran las cloacas, dijo, pero Mauricia ya no le escuchaba, ni el chico tampoco. Iba a describirle las arañas
enormes que se descolgaban de súbito de las esquinas más oscuras; y las voces musicales que a menudo emergían de las profundidades,
cuando de pronto, casi sin darse cuenta, colocó la última pieza y ensambló el cuadro de mandos en la cabina. Y quedó fascinado.
En ese momento sonó el teléfono.
Mauricia fue hacia el vestíbulo, sin apartar la vista de la puerta. La voz de Mandelstam
resonó al otro lado:
-¿y su marido?
-está ocupado, ahora, titubeó.
-escuche, tremoló irritada, dígale que debo hablar con él ahora mismo, es muy urgente.
-un momento.
Pero antes de que apartara el oído del auricular, el capataz aulló:
-¡han detenido al barquero! ¡su familia corre un grave riesgo!
-¡escuche, no hagan nada, prosiguió más calmada, no toquen el paquete, es mu-y pe-li-gro-so;
la policía ya va hacia allí!
Mauricia corrió hacia la habitación sin colgar el auricular. Mientras llegaba, le pareció
oír un leve chasquido metálico procedente del dormitorio del chico, se detuvo. Y volvió a retroceder. En el descansillo y
en la puerta de la calle ya resonaban las voces y los golpes frenéticos de la policía.
Les abrió, y se lanzaron en tromba hacia el cuarto del chico. Pero era demasiado tarde.
La ventana estaba abierta. En el suelo había una cajita vacía de cristal; el cielo vibraba
con los primeros fuegos artificiales de la Gran Conmemoración.
Hacia el cenit, en el firmamento virtual de Ciudad Feliz, un puntito dorado se alejaba, cada
vez más, ya casi del tamaño de una cabeza de alfiler perdida en el cielo.